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Channel: Ambientación – DungeonsAndCthulhu
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Una noche en Piedras Viejas

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DCC23-2

Hoy queremos compartir con vosotros un relato muy especial de José L. Cancelo Enríquez, que nos envió hace unos días por email y que nos ha encantado. Se trata de un cuento basado en la aventura “La Sombra de Piedras Viejas“, que acompaña a la beta del juego. No se os lo perdáis, porque además de estar muy bien escrito, os ayudará a pillarle el tono a cualquier aventura que juguéis de Dungeons & Cthulhu. Os dejamos también un enlace para la descarga en PDF, por si os resulta más cómodo de leer. Sin más os dejamos con este genial relato…

UNA NOCHE EN PIEDRAS VIEJAS

por José L. Cancelo Enríquez

Como una sombra malvada, invisible e inevitable, el helor del maldito invierno arcano se había adueñado de los huesos de Hélak con la misma fuerza terrible con la que azotaba Los Territorios desde la terrible caída de Puerto Gris. Ni siquiera la noche pasada junto al fuego entre los escombros de lo que otrora fuera conocido como Piedra Fuerte había conseguido traer algo de calor a su cuerpo aletargado; tanto que ya no se sentía capaz de valerse de la agilidad que tan necesaria era en aquellos días para buscarse la vida. Y mucho menos había traído descanso, ya que los repetitivos sueños de sacrificios humanos que parecían haber servido de preludio a las grotescas escenas que se distinguían en las paredes le habían impedido cualquier tipo de reposo.

Y tuvo que ser el grito inesperado de uno de sus compañeros de fatigas el que por fin consiguiera que Hélak abriese los ojos del todo y se desperezase de golpe, adoptando posición de guardia.

—¡Loke! —gritó el erudito arcano que acompañaba, junto a las dos guerreras embutidas en viejos camisotes de mallas, al propio Hélak y a su caído amigo—. ¡¿Estás vivo ahí abajo?!

Parecía que una de las losas del suelo se había abierto y había tragado a quien encabezaba la marcha.

—Este lugar está lleno de trampas —comentó Rigoberta, una de las guerreras, con fastidio.

«¿Qué esperaba? —pensó Hélak para sí mientras se agachaba junto a la abertura e iluminaba el pozo con su antorcha—. No se puede entrar en unas mazmorras así como así, sin tomar un mínimo de precaución.»

Se acordaba también de Randall Furgan y de la posada Doncella Negra. Precisamente, si Rigoberta no hubiera sido tan cutre y hubiera invitado al buscador y sus compinches a una copa, éste hubiera hablado de sus peripecias en las Ruinas de Tirisia: de los monstruos y de las trampas; pues si aquí las había, ¿qué no habrían encontrado ellos en tan mítico lugar?

—La muerte —susurró Hélak mientras forzaba los ojos.

—¿Qué dices? —preguntó Dante, el arcanista, antes de verse interrumpido por la llamada de Loke.

—¡Echadme una cuerda, joder! —demandaba el herido. Por suerte, continuaba con vida. Se había endurecido con las vivencias pasadas; todos ellos se habían endurecido.

Pero mientras Hélak sujetaba la soga y tiraba de ella para permitir a su compañero salir de la trampa, sabía que la muerte era el final del camino; igual que lo había sido para Randall y sus compañeros, Margul y Lorna. Los tres habían sido degollados en su habitación mientras dormían, cuando ya pensaban que se encontraban a salvo. Al final no los mataron las Ruinas de Tirisia, sino que murieron durmiendo en su lecho, tras una puerta cerrada. Qué fina era la ironía que acompañaba a la vida en aquellos tiempos.

—Espera que te curo —dijo Dante sacando un rollo de vendas—. ¿Y tú, estás herido?

Se refería a Hélak, de cuyas manos goteaba un hilillo de sangre. Pero el buscavidas sabía que las heridas que mostraba en las palmas no eran producto de ningún corte. Tenían más que ver con el yelmo de aspecto horrible que había encontrado tras la sala de las columnas; el que tenía aspecto de una calavera medio descarnada y que le había causado tanto malestar desde el momento en que, con más osadía que sensatez, se había atrevido a colocarlo sobre su rostro cada vez más macilento. No, aquellas heridas nunca cerrarían; como tampoco cerraría nunca su tercer ojo el posadero que habían conocido en Castelgar. Era el terrible precio a pagar por compartir el mundo con horrores cósmicos que excedían su comprensión.

—Estoy bien así —dijo Hélak—. Sigamos.

Así lo hicieron, avanzando por el pasillo en tinieblas, tenuemente iluminado por la luz de unas antorchas que no hacían sino mostrar los inquietantes grabados de las paredes. A veces tenían la impresión de que las sombras que rodeaban aquellas imágenes se movían con vida propia y, cuando el tramo cruzado volvía a ser iluminado, la memoria les jugaba la mala pasada de hacerles creer que los motivos eran entonces diferentes. ¿O acaso se habían perdido sin remedio en el laberinto y nunca antes habían cruzado junto a esa pared?

—Quietos —susurró Loke cuando la desesperación volvía a hacer mella en ellos al ver que una nueva antorcha se había agotado. Eso les hacía preguntarse si sus provisiones serían suficientes para el camino de regreso, si es que alguna vez conseguían regresar.

—¿Qué sucede?

—Aquí hay una puerta secreta. —Loke investigó la pared y encontró un resorte que le permitió abrirla para mostrar un nuevo y oscuro pasillo que recorrer.

Con pasos lentos, anduvieron por el sinuoso discurrir de esa nueva galería hasta llegar a una puerta entreabierta, y la empujaron con cuidado. Siempre activaban cualquier resorte o abrían una puerta con ayuda del largo bastón de Loke, ya que estos lugares aparentemente olvidados acostumbraban a albergar todo tipo de sorpresas indeseadas. La sala llena de muebles apolillados y rotos que se mostraba ante ellos no era una excepción.

—¡Cuidado! —advirtió Taysa, la otra guerrera de la partida y la única en darse cuenta del pellejo que los acechaba tras el umbral.

Y fue gracias a ese aviso que, con un afortunado recorte, Hélak y Loke consiguieron evitar el ataque del muerto viviente y se pudieron aprestar para el combate.

—Es el Perro —indicó Dante—. Parece que encontró su merecido en estas ruinas.

Al tiempo que lo flanqueaban, la memoria de Hélak volvió a viajar en el tiempo. Duncan el Perro, como había sido conocido en vida, era el principal sospechoso de haber asesinado a Randall, Margul y Lorna para robarles un artefacto de gran valor. Era el culpable de que se hubieran convertido en pellejos y de que hubieran atacado a la camarera hasta matarla en la misma puerta del buscavidas y sus compañeros. Pero a ellos no les importaban nada las vidas de los tres aventureros, ni tampoco la de Miriamelle. Al fin y al cabo, el oportuno pasamiento de aquellos fanfarrones había sido lo que les permitió recoger el testigo del trabajo que estaban llevando a cabo para el senescal; y, por supuesto, aspirar a conseguir la recompensa en su lugar.

No habían venido buscando venganza; no les importaba. Y que alguien se les hubiera adelantado y Duncan hubiera acabado convertido también en un pellejo no era algo que los incomodase, salvo por el hecho de que ahora se veían obligados a luchar contra él. Y combatir contra un pellejo siempre les provocaba algún que otro escalofrío y les erizaba los pelos de la nuca. No por su peligrosidad, sino porque eran la premonición de cómo acabarían algún día todos ellos por culpa de la maldita niebla verde.

—Prepara el conjuro de llamarada —dijo Hélak al mago.

Muchos cortes habían provocado ya a la criatura entre todos y muchos trozos de carne putrefacta habían ido a parar ya al suelo, mas sólo el fuego podía acabar definitivamente con ella. Sí, eso es lo que el destino les tenía deparado a todos los habitantes de Los Territorios: acabar en una pira funeraria con la cabeza cortada. Poco importaba que ese ritual se oficiase antes de que el muerto hubiera tenido la oportunidad de levantarse o que se hiciera varios días después. El horror había corrompido sus cuerpos en vida y lo seguiría haciendo en la muerte. ¿Y el alma? ¿Acaso era incorruptible o, no pudiendo beneficiarse de la purificación del fuego, vagaría maldita como servidora de dioses y primigenios durante la eternidad?

El pellejo fue finalmente derrotado, decapitado y quemado por las llamaradas, pero no encontraron entre sus harapos ninguna posesión de utilidad.

—Algún día alguien hará lo mismo por nosotros —dijo Hélak, con la mirada perdida.

—Ya no nos importará —replicó Loke—. Entonces estaremos muertos y todo habrá acabado.

Pero eso no reconfortó al buscavidas. Como tampoco pudieron hacerlo los tenues cánticos que se comenzaban a escuchar provenientes del piso superior.

—Si no hemos encontrado aquí lo que estábamos buscando —dijo Taysa, que acostumbraba a ser la más callada del grupo—, quizá deberíamos probar suerte escaleras arriba.

—Ahora que hemos venido hasta aquí, no podemos marcharnos con las manos vacías —la apoyó Dante.

De nuevo, con sumo cuidado, prosiguieron el recorrido plagado de trampas hasta llegar a una enorme estancia que tenía todo el aspecto de una sala de adoración. Pero lo verdaderamente horrible era a quién se rendía culto en aquel templo, pues la estatua de piedra de un hombre obeso de horribles proporciones y sin cabeza presidía el cántico que, frente a un altar lleno de velas negras, dos encapuchados estaban entonando.

Ninguno de los sectarios pareció percatarse de la presencia de los buscadores que se habían atrevido a profanar su invocación, lo que permitió a Loke acercarse a ellos con sigilo y dar el primer golpe en el combate que se avecinaba. Pero lo que vieron cuando los dos encapuchados se giraron sin apenas acusar los impactos, detenidos éstos por una especie de barrera arcana e invisible, fue un espectáculo turbador. La piel de ambos adoradores, hombre y mujer, estaba cuarteada, y sus ojos eran rojos como el fuego. Además, el rostro del hombre, con dientes afilados y unos tentáculos animados a modo de barba, ya no se parecía en nada al de un ser humano; tal era su nivel de corrupción.

Ante aquella escalofriante visión, Hélak no pudo menos que pararse a contemplar las llagadas palmas de sus manos y comenzar a desesperarse al haber visto lo que para él era ya un reflejo de lo que le deparaba el futuro. Distraído de esta manera, apenas pudo hacer nada más que ofrecer algún tipo de apoyo a Loke mientras éste evitaba a duras penas los proyectiles arcanos y llamaradas del semihombre y lo abatía con duros e inmisericordes golpes de su bastón. Y lo mismo hicieron las dos guerreras y Dante con la mujer. La superioridad les había otorgado la ventaja y les había dado la victoria.

—Esto es lo que buscábamos, sin duda —dijo Dante recogiendo del cadáver deformado del hombre un medallón de color broncíneo.

—Todo lo que necesitamos para hacernos ricos —se alegró Loke—. Junto con el resto de cosas que hemos hallado en las ruinas, podremos vivir una buena temporada sin trabajar.

—Pues emprendamos el camino de vuelta —sugirió Hélak—. No me gusta este lugar. Puede respirarse la corrupción.

Quemaron los cadáveres antes de que pudieran alzarse como pellejos y empacaron todo lo que encontraron en posesión de los sectarios. Después, tuvieron que encender otro par de antorchas antes de emprender el camino de regreso; un camino que debería ser ya conocido pero que los llevó hasta una sala en la que un pozo con la huella de una mano abierta desprendía un aura maligna.

—Nos hemos equivocado —dijo Rigoberta—. Debimos haber seguido de frente.

Pero Hélak sabía que no, que estaban donde debían estar. Algo los había llamado desde aquí. Se asomó al pozo y dejó caer la antorcha para desvelar lo que se encontraba al fondo, pero el trozo de madera resultó destruido en astillas a medio camino.

—Imposible saber así qué nos aguarda ahí abajo —manifestó Loke.

—Sólo hay un modo —dijo entonces Hélak asegurando la cuerda en una roca caída. Luego se la ató a la cintura y se dispuso a bajar.

El destino al que se dirigía era incierto pero, al fin y al cabo, ¿no lo era también la vida en Los Territorios?


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